Como suele ocurrir, cuando vienen mal dadas, son las personas que ya se encontraban en situación vulnerable quienes sufren con más rigor las consecuencias; tenemos la experiencia todavía viva de la crisis de 2008. Una de las causas de vulnerabilidad es la precariedad laboral; la precariedad, por ejemplo, de quienes se dedican profesionalmente a la traducción editorial. El cierre de las librerías y la paralización editorial podrían resultar desastrosos.
Estos días se ha reavivado el debate sobre la gratuidad de la cultura. El artículo 44.1. de la Constitución establece que «Los poderes públicos promoverán y tutelarán el acceso a la cultura, a la que todos tienen derecho». Es un mandato constitucional, y la ciudadanía tiene derecho a esperar su cumplimiento. Lo que no establece la constitución ―que protege, por otra parte, el derecho a la propiedad intelectual― es que las personas que ejercen su profesión en las industrias culturales trabajen gratis. La educación y la salud son derechos que nadie cuestiona; sin embargo, nadie pretende que las personas que trabajan en la enseñanza o en la sanidad lo hagan sin recibir un salario.
La pesadilla que estamos viviendo propicia comportamientos dictados por la generosidad, pero no es oro todo lo que reluce. El fomento de la lectura no puede ser a costa de quienes trabajan en torno al libro, a costa, entre otras personas, de quienes se dedican profesionalmente a la traducción de libros. La Ley de Propiedad Intelectual y los contratos de traducción firmados siguen en vigor durante el estado de alarma y la pandemia. En la incertidumbre en que vivimos, las buenas prácticas son imprescindibles.
Fotografía de Marta Sánchez-Nieves.
